lunes, 12 de noviembre de 2012

Una noche de tormenta...

Hoy, recibí la llamada de un viejo amigo que me hizo recordar una anécdota de mi vida, de aquellas imposibles de olvidar. Me llamó mi buen amigo Enrique Contreras, más conocido como Quique Chocolate y que deseo compartir con ustedes. 

Hace ya algunos añejos, cuando aún era estudiante de la carrera de maestro, en el Centro Escolar Nuestra Señora de Concepción. Creo que fue en quinto magisterio si la memoria no me falla. Llegó por fin el fin del año escolar. Y, como todos los años, preparé mis bártulos y me fui a las Salinas de mi viejo allá en el caluroso Puerto de San José. Todos los años, viajaba para esta época, a pasar mis vacaciones con mis viejitos. El. ambiente en esos lejanos tiempos era muy diferente al cosmopolita que ahora se vive en mi viejo Puerto. 

Muchos eramos los estudiantes que regresábamos a la casa de nuestros padres en este período.  Incluso habíamos organizado un club que se llamó "PAZ Y AMOR", que se encargaba de organizar el campeonato navideño de Basquetbol,  una fiesta de fin de año que se hacía siempre uno o dos días antes del 31 de diciembre para despedir el año y que todos pudiésemos estar en esta fecha con nuestras familias. 

El incentivo de la diversión que esto ofrecía, mas los soleados días pasados en la playa sumados a los atardeceres eran la suficiente motivación para que todos quisiésemos regresar al Puerto, principalmente aquellos que teníamos novia entre las porteñitas. 

Aquel año fue especialmente lluvioso, incluso llovió todavía en los últimos días de octubre. Y, ese mismo día de mi llegada, después del almuerzo me fui a la playa a saludar a los amigos, Y, me encontré con mi viejo y querido amigo Quique Chocolate, un moreno con el que compartíamos una especial amistad y nuestro gusto por la pesca. Siempre que podíamos comprabamos una o dos libras de camaron en el mercado del pueblo y una parte la destinabamos a bocado para pescar y la otra para prepararnos un cevichón Pérez. 

Nuestro encuentro en aquella oportunidad marcó, el inicio de una de esas aventuras que se vuelven inolvidables, pues calan profundamente en tu memoria. Quique al verme esbozó la mejor de sus sonrisas mostrando sus blancos dientes (que se veían más blancos dada la negrura de su piel). "Que onda compadrito" fue su saludo inicial, siempre nos producía alegría el encontrarnos. Conversamos unos minutos y cuando le pregunté en que andaba haciendo,  me contó que preparando un viaje mar adentro  para poner cimbras (las cimbras se usan para atrapar tiburones)  y aprovechar para ir a pescar con anzuelo algunos pargos de piedra. (se les llama así porque viven en las áreas rocosas  dentro del mar y próximas a las playas).   Me preguntó se quería acompañarlo que salían a las cuatro de la tarde, que iba también Joselino otro cuate al que conocíamos como el "Perro", su papá y él.  Cuando regresé a casa, le pregunté a mi papá si podía acompañar al negro a pescar esa noche. La razón de pedir permiso era porque aunque ya no era un niño, seguía siendo hijo de dominio. Mi padre no tuvo inconveniente en autorizarme y yo también comencé a prepararme para acompañarlos. Dos horas después llegué al muelle.

Eran las cuatro de la tarde la cita era en el vetusto muelle del puerto. Una construcción  que data del año 1866 aproximadamente, en la punta del muelle y con ayuda de una grúa bajaban las lanchas junto a sus ocupantes al mar. Esperamos nuestro turno y una vez en el agua, Josélino que era el motorista puso proa mar adentro.  La fresca brisa azotaba mi rostro y restos de agua espumosa me humedecían. Me sentí embargado de una indescriptible emoción conforme nos íbamos internado  mar adentro. 

Luego de una hora de travesía, los duchos pescadores con el dorso descubierto, comenzaron sus maniobras. Para colocar las cimbras. Enrique y su padre, comenzaron a poner trozos de Pupo de estero, en unos enormes anzuelos que pendían de unas cadenas que estaban aseguradas a un cable. Luego de colocar una cimbra, Joselino maniobró y media hora después estábamos colocando la segunda. Yo con la torpeza propia del aprendiz había ayudado a colocar la primera y luego la segunda.  Una vez colocadas, me percaté que el sol había comenzado a ocultarse tras el horizonte. Nuevamente Joselino arrancó el motor de la lancha y bordeando la costa nos fuimos a un sitio frente al poblado costero de Sipacate.  Para ese momento ya había oscurecido, una luna enorme y amarillenta apareció también sobre nosotros.  El mar se puso hecho un espejo, reflejaba la luz de la luna que nos bañaba con sus destellos de plata. Estaba tan calmado el mar, que podían verse reflejadas las estrellas en el agua. Preparamos los aperos de pesca y en poco tiempo estábamos atrapando unos hermosos pargos que fueron pronto a parar a la hielera. 

Mientras pescábamos el Quique  se saco de una de las bolsas del pantalón, una bolsa plástica que en su interior contenía mariguana, con increíble habilidad en cuestión de dos o tres minutos había liado 4 cigarrillos de la hierba. Encendió uno y con voz apagada, que denotaba que estaba conteniendo el humo le dijo a su papá: Llega viejo... y acto seguido encendió otro, que nos dió a Joselino y a mi. El viento tibio de la noche, el resplandor de la luna sobre el agua, las platicas y las incesantes carcajadas producto del estupefaciente, nos fue sumiendo en un agradable letargo. Lo que nos permitió disfrutar de la pesca, bien loquitos. 

Serían tal vez las diez de la noche cuando el viento cambió de tibio a frío y cobró fuerza. En ese momento Joselino, Quique y su papá, empezaron a guardar y asegurar todo en la lancha que tendría unos 15 ´pies de eslora (largo) y una manga de casi 5 pies (ancho). Quique en ese momento me pasó una cuerda y me pidió que me amarrara en una especie de ganchos que estaban situados a un costado de la lancha. Le pregunté por qué. El me contestó que si no quería caerme de la lancha lo hiciera. Todavía bajo los efectos de la hierba empecé a amarrarme, aunque no entendía el por qué. Quique se acercó y me ayudó a amarrarme adecuadamente. El cielo  que hasta entonces había estado despejado comenzó a cargarse de nubes y el viento había arreciado. 

Media hora después el cielo se había oscurecido totalmente haciendo desaparecer la luna en el firmamento. Solo podíamos orientarnos por las luces de la costa que titilaban en la playa cercana.  De pronto empezó a lloviznar, llovizna que luego se convirtió en chubasco, la fueza del viento hizo que las olas se encresparan, Quique me pasó un bote, pregunte cual era el objeto del bote si era para vomitar o qué... El Quique se cagó de la risa y me dijo atacado. No vos es para sacar el agua que entre en la lancha. Lo último me lo dijo a gritos, pues el viento empezó a aullar encima de nosotros. 

La lancha no era tan pequeña pero ese momento parecía una débil hoja arrastrada por la corriente. Y, salíamos de una ola para caer en otra. De pronto me di cuenta que ya la playa no se veía. Al principio pensé que como  nadaba bien,  de ser necesario podía nadar hacia la playa orientado por las luces, si la lancha se hundía, pero sin las luces eso equivalía a quizá nadar en sentido contrario. Les juro que en ese momento hasta ganas de cagar me dieron. Me invadió el temor y vi que Quique y su papá habían empezado a achicar la lancha (sacar el agua). Pero parecía un esfuerzo inútil, pues mientras nosotros sacábamos ínfimas cantidades, el mar se encargaba de zampar otro chingo de agua. 

Y conforme pasaban los minutos del temor pasé al pánico, pues Joselino dejó que la lancha se fuera a la deriva. Quique y su papá pugnaban por sacar el agua que entraba, yo hacía lo propio, pero el agua no amainaba, me dolían ya los brazos de tanto sacar agua. Una sensación de impotencia, comenzó hacer presa de mis pensamientos. Estaba prácticamente cagado, me llené de angustia y en ese momento pensé. Dios mio, para que putas vine. Si algo me pasa es culpa de ese negro cerote.  Y, si del  temor pasé al pánico, del pánico lo hice al terror. Empecé a rezar, recuerdo que comencé diciendo el Ave María, después me pase   al Padre Nuestro... y por último no se como ni en que momento terminé cantando el Himno Nacional. Se me habían agotado las oraciones, ya no sabía ni que decir.

La boca la sentía reseca, los brazos los tenía dormidos, la cabeza me daba vueltas y de no haber estado amarrado con la cuerda que Quique me diera. Creo que habría caído de la lancha. A lo lejos como entre sueños oía las risas del Quique, su papá y Joselino que como si tal cosa, se estaban gozando no se si la tormenta o mi desastroso estado. 

Llegó un momento en el que, creo haber perdido el conocimiento. Aunque a estas alturas no estoy seguro si me desmayé o simplemente cerré los ojos y me dormí para aislarme del entorno. Solo recuerdo que pasado el tiempo, sentí que algo brillante estaba frente a mis cerrados ojos, como cuando te ponen una lámpara y tienes los ojos cerrados. Abrí lentamente los párpados y  un resplandor dorado se me deslizó entre los ojos.  Era el sol, que principiaba a subir sobre el horizonte.No obstante al principio pensé que estaba muerto y aquello que veía era la entrada al cielo. Mi corazón palpitó acelerado. Las sienes  me pulsaban fuertemente.  Por fin y a pesar del intenso brillo pude abrir los ojos totalmente, busqué en derredor mio. Y, ahí estaban mis tres amigos. Uno de ellos preparaba café caliente sobre un brasero que se acomodaba en el centro de la lancha, el aroma del café recién preparado terminó de despejarme..

Los tres me sonrieron, la larga noche había terminado. La paz que queda después de la tormenta, Había llenado el ambiente, me sentía exhausto, pero estaba vivo, cuando en un momento de esa larga madrugada pensé que iba a morir. Sin embargo ellos se veían cansados pero no estaban en las mismas condiciones que yo, parecían descansados. Mis amigos me miraban fijamente y de pronto los cuatro comenzamos a reír a carcajadas. No hubo necesidad de palabras todos sabíamos en nuestro interior el por qué de las carcajadas.

No podía creerlo estaba vivo y había pasado mi primera tormenta en alta mar, que por cierto esperaba que fuera la última. Hasta ese momento entendí el carácter osco y huraño de los pescadores, su desapego por la vida, todo les vale madre. La verdad es que uno se siente insignificante ante la grandeza y el poder del mar. Tomamos café y una hora después recogimos las cimbras, se atraparon tres tiburones de regular tamaño y regresamos a puerto con cerca de 400 libras de pesca. 

Estos fueron los que recuerdos vinieron a mi  memoria con  la llamada de mi amigo. 


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